Lo mío es la lluvia

En donde yo nací las precipitaciones son escasas incluso en época de lluvias, pero donde ahora vivo parece cronometrado que cada tarde, llueva. Acostumbrado a otras condiciones meteorológicas no reviso el pronóstico por las lluvias, sino por la temperatura.

Vengo de Sonora y vivo en Oaxaca. Por origen soy del valle y por amor, ahora vivo en la montaña, pero en el trayecto, la pantalla de mi celular no ha cambiado mucho sólo pasó de 40°C a 18°C aún en pleno verano.

Por eso no es de sorprender que ahora en vez de encerrarme antes de que llegue el atardecer, salga a caminar, a comer o a visitar a las personas que este nuevo lugar ha puesto en mi camino, y como soy fuereño, siempre hay alguien con disposición a enseñarme a vivir en este hermoso ciudad: San José del Pacífico, Oaxaca.

Una tarde del verano pasado me topé con el señor Vicente, valga decir que no fue todo casualidad porque si hay que comer tasajos o tlayudas, el puro aroma al caminar por la banqueta nos avisa si ya es hora de llegar.

Ese día 28 llegué, comí y bebí como debe ser, según mis creencias, un trago de mezcal para ayudar a la digestión, y en el proceso, el señor Vicente me habló, como siempre, sobre su filosofía de vida, una guía perfecta, así que entre algunas frases repetidas, algunas ideas algo confusas y sin faltar, algunas canciones, me habló sobre templanza.

En el acostumbrado pilón mexicano, ya en la despedida, el anfitrión me alcanzó, aclaro que fue después de pagar la cuenta y caminar algunos pasos por la banqueta y justo al cruzar la conocida línea azul, con un plato que traía unas deliciosas fajitas bien asadas y el segundo trago de mezcal.

Todo esto pasó en la última mesa de su negocio o en la primera si iba yo a llegar. Él llamaba a esa mesa «la del estribo», por razones evidentes, creo que su costumbre era guardar sus ideas más agudas para ese momento.

No contábamos con que ese tarde no había llovido y a pesar de que ya se había puesto el sol, se empezó a sentir ese viento que parece susurrar que hay que meterse porque va a llover, pero él pareció no interpretarlo así, y si él, que era el experto en lluvias y fases lunares no lo hacía, tampoco yo podía decir nada.

La moderación de los apetitos era una de sus principales sentencias, aun cuando vendía alimentos, y no estar desesperado por vender más, era su ejemplo más claro que había que tener sobriedad en este momento. Así he sido así desde siempre y creo que así lo seré hasta que el Jefe mande por mí.

Empezó a lloviznar, ese chipichipi que parece taladrar o espinar y por el que uno empieza a correr, pero el famoso tlayudero, del que se decía había sido nacido en el Istmo oaxaqueño, no se movía, seguía inmutable así que no me quedaba de otra más que seguir atento a sus consejos que se volvían más personales.

He aprendido que no se necesita de mucho para salir de situaciones que uno mismo se produce, a veces inconscientemente y otros con plena conciencia. El caso es que no tengo porqué cargárselas a terceras personas si yo soy el responsable. Prefiero morir por mí mismo que tener que darles la sabia a los demás.

La lluvia arreció y parecía que esa era su motivación para seguir conversando y una prueba para saber qué tan citadino era yo. Afortunadamente no era tormenta eléctrica y además, en caso de haberla, no era un área de riesgo porque, curiosamente, su cenaduría era de los pocos lugares que no tenían ni un árbol en la banqueta.

Cuenta la leyenda que cuando el señor Vicente inició su negocio había un pino muy grande y frondoso y que una de las tormentas con nombre de mujer hizo caer. Él estaba arreglando el techo bajo la intensa lluvia cuando la mano de Dios lo tumbó a él primero y así el pino cayó sobre el restaurante y no sobre él.

Aún lo cuenta así un personaje al que le dicen el «nunca, nunca» quien él fue testigo de cómo la mano de Dios le movió la escalera al señor Vicente salvándolo de morir aplastado. El otrora plomero es su más grande promotor y desde aquel día siempre come gratis.

El caso es que durante su charla sobre las fortalezas humanas ante las tragedias naturales de la vida, yo estaba recordando todo eso que me contó alguien en el mercado en mis primeros días como habitante de esta ciudad.

A mí me gusta subir montañas, bajar pendientes y escalar riscos. Eso de caminar en parejo y no abrir veredas no va conmigo. Me da pena todo lo que pasa en mi entorno, pero yo sigo en lo mismo si así es, es para que yo haga algo para remediarlo.

Cuando menos lo pensé estaba empapado. Afortunadamente ya me había bañado si no el gel para cabello me habría manchado el rostro el cual no luciría tan sorprendido de estar saboreando un mezcal artesanal, comiendo fajitas a mano, recibiendo una cátedra de vida exclusivamente para mí: la amistad se da, se siente, se cultiva sin ningún interés a favor.

El señor Vicente parecía tener la solución a todos los problemas y sabía atender todas las emociones. Si llegaba de malas me hacía reír y si estaba deprimido hasta me ponía a trabajar para modificar mi estado anímico mientras me platicaba sus historias de la sierra, de la montaña, del campo: mi Cubano se me murió y al híbrido se le quebró una pata, pero aún tengo la esperanza de hacer lo que me gusta.

La lluvia de ese día se convirtió en el ambiente ideal para la clase y el desempance. Después de tremenda lluvia y creo que dos mezcales más, que por arte de magia aparecieron en mi mano, ya no podía caminar y había que secarse y que mejor que hacerlo junto al resto de los comensales que decidieron que una mejor forma de disfrutar la lluvia era en su mesa y al calor de la lumbre de la leña que siguió alimentando la chimenea y, por supuesto, el asador.

Al subir los dos escalones de la entrada, lo que escuché fueron aplausos, me sentí como en mi graduación. Los comensales me aplaudieron y me felicitaron como si fuera la prueba de fuego, creo que en este caso debo decir que fue un bautizo de agua, como el de Juan, claro sin la connotación del arrepentimiento.

Desde el año 2003 vivo en la sierra sur de Oaxaca, porque amo Oaxaca y aquí quiero morir, y aunque las cenizas de mi madre están esparcidas en la Sierra Madre Occidental dentro del estado de Durango, las mías quiero que se den la buena vida en alguna playa de Oaxaca, quizás Huatulco o Zipolite, si la templanza la llevé todo la vida hasta en el nombre, al menos que mis cenizas sean menos sobrias en alguna playa nudista.

El buen señor Vicente, quien ahora tiene 93 años, un día me enseñó que después de una opípara cena con tlayudas hay muy pocas cosas en la vida que se pueden necesitar y si ya el cuerpo humano, nacido y nutrido de la energía creadora ha dejado de existir cristalicemos la alquimia espiritual.

Creo que esa no era la intención de Pedro, pero al menos cuando se lo platiqué, le demostré que entendía la lección de las tres negaciones y la pregunta realizada tres veces. Ese día, después de llamarme señor Libro y señor Bíctor (así lo leí una ocasión en alguna nota al pagar mi comida) empezó a llamarme señor Flint. Creo que me lo gané.

Producto del Taller de Creación Literaria.

Autor: Víctor Flint Flores Hernández.

Elaborado: junio de 2020.

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